LA sentencia que esta semana
ha dictado el Tribunal Constitucional declarando la plena legitimidad
jurídica del matrimonio entre personas del mismo sexo, apenas ha
encontrado contestación por parte de la sociedad. Y las pocas voces que
se han elevado en contra nos han sonado a muchos como lejanas,
testimoniales y un tanto arcaicas. Se conoce que las más de 22.000 bodas
homosexuales que se han celebrado desde que entró en vigor la ley que
las hacía posibles, han contribuido a crear una conciencia social, en la
que los ciudadanos -o, cuando menos, una gran parte de los mismos-
contemplan este tipo de enlaces como algo normal y perfectamente
asumible que no hay por qué suprimir.
El hecho mismo de que la sentencia haya sido suscrita por una
mayoría muy calificada del alto tribunal y de que el PP, que fue el que
interpuso el recurso, haya preferido dejar las cosas como están, sin
poner demasiado énfasis en reivindicar la impugnación que en su día
promovió -González Pons ha llegado a desmarcarse de la misma, alegando
que él no la firmó- ha ayudado, también, a que muchos hayan percibido el
fallo como un esfuerzo encaminado a respaldar jurídicamente algo que se
encuentra plenamente asumido ya por la gran mayoría de la sociedad: la
necesidad de igualar todas las relaciones de familia, con independencia
de la orientación sexual de las personas que componen la pareja.
Da la sensación de que, en menos de una década, el matrimonio
homosexual ha dejado de constituir fuente de polémica para pasar a
formar parte del paisaje social ordinario y normalizado en el que se
desenvuelve nuestra vida cotidiana. Un fenómeno que sigue teniendo
detractores, por supuesto, pero no más que cualquier otra institución de
las muchas que vertebran el derecho de familia. No creo equivocarme,
por ello, si afirmo que hoy serían más bien pocos los dispuestos a
exigir la derogación de la norma que legalizó el matrimonio entre
personas del mismo sexo para regresar a la situación anterior a su
entrada en vigor. Antes al contrario, la mayoría lo consideraría como un
paso atrás que reinstauraría un motivo de discriminación de las
personas homosexuales que ya se consideraba superado. Por eso, entre
otras cosas, no lo ha hecho el Gobierno de Rajoy.
Lo ocurrido con esta ley me ha traído a la memoria -salvando
las evidentes diferencias, claro está- lo que sucedió hace ochenta años
con el derecho a voto de la mujer. Durante los primeros años de la II
República, el mundo político en general y las Cortes en particular
debatieron ardientemente sobre si procedía o no reconocer a la mujer el
derecho de sufragio activo. Aunque hoy parezca mentira, fue así. Y la
lectura de los diarios de sesiones en los que se recogen estos debates,
resulta francamente chocante para la sensibilidad política actual. No
solo porque algunos diputados se oponían a que la mujer pudiera votar
apelando a su carácter inestable y constitutivamente "histérico", sino
porque algunas fuerzas progresistas y de izquierdas argumentaban que no
convenía a la República confiar su futuro al sentido de un voto -el
femenino- que era particularmente vulnerable a la influencia
antirrepublicana de la Iglesia católica. Así de áspero y descarnado.
Junto a los que aducían razones pretendidamente científicas
para justificar la incapacidad congénita de la mujer para ejercer el
derecho a votar con equilibrio y ponderación, estaban los que argüían
desde la izquierda que, como era particularmente influenciable por el
clero, su sufragio iba a convertirse en un aliado objetivo de los
movimientos conservadores, monárquicos y antirrepublicanos.
Pero el peso de los tiempos acabó imponiéndose. Y pese a la
resistencia que ofrecieron las derechas arcaicas y una parte no
desdeñable de las izquierdas, la mujer consiguió hacerse con el derecho
al sufragio activo. En aquel debate crucial, que afectaba a un aspecto
tan cardinal de la idea democrática como el de la participación de los
ciudadanos en las decisiones políticas, los diputados del PNV se
posicionaron en todo momento a favor del voto femenino. Un derecho que,
dicho sea de paso, las mujeres ejercieron por primera vez en el
referéndum celebrado en Euskadi el 5 de noviembre de 1933 para respaldar
el proyecto de Estatuto vasco elaborado por las Comisiones Gestoras. El
hecho se vivió en Euskadi como un gran acontecimiento histórico que
ponía fin a una de las más lacerantes discriminaciones que
históricamente han mancillado el estatus cívico de la mujer. Una
conocida fotografía de Indalecio Ojanguren, que se publicó al día
siguiente en la portada del diario Euzkadi -y que acompaña este
artículo-, registra el momento en el que un grupo de mujeres, recién
bajadas del caserío, se disponen a votar en una urna dispuesta en el
municipio de Eibar.
La ley de 2005 que hizo posible el matrimonio entre personas
del mismo sexo vino precedida, también, de un largo debate político, que
se hizo patente en el Congreso de los Diputados, entre los años previos
y los posteriores al último cambio de siglo.
En un primero momento, la reivindicación se encauza a través
del reconocimiento legal de la igualdad jurídica para las parejas de
hecho. Probablemente, porque se daba por supuesto que las relaciones
estables de afectividad que se entablaban entre personas homosexuales se
incardinaban mayoritariamente en ese ámbito. Recuerdo que un debate
celebrado en el Pleno del Congreso el 19 de septiembre de 2000, abordó
todas las iniciativas que los grupos parlamentarios habían presentado en
esa dirección. Pero ninguna de ellas prosperó. El PP, que entonces,
como ahora, gozaba de mayoría absoluta en la Cámara, se encargó de
impedirlo. Los populares no estaban por la labor. Los diputados
del PNV, por el contrario, votamos a favor. Como acostumbramos a hacer
siempre que se trata de iniciativas que amplían derechos.
Sin embargo, es a partir de esa fecha cuando los grupos
parlamentarios empiezan a plantear fórmulas de legalización de las
relaciones afectivas entre personas del mismo sexo que pasan por su
equiparación al matrimonio. El 25 de septiembre de 2001, el hemiciclo
fue escenario de una sesión en la que se debatieron varias iniciativas
que apuntaban en esa dirección. El PP las vetó todas. No quería ni
hablar del tema. En cambio, los diputados del PNV las apoyamos. Año y
medio después, el 20 de febrero de 2003, volvió a plantearse el mismo
debate. Y una vez más el rodillo mayoritario del PP impuso su granítica
oposición.
Es en la legislatura siguiente cuando el Gobierno central -ya
socialista- formula por primera vez un proyecto de ley que apuesta por
el pleno reconocimiento jurídico del matrimonio homosexual. Todos los
diputados del PNV éramos partidarios de poner fin a la discriminación
que hasta entonces había padecido este colectivo (era, insisto, una
cuestión de derechos) aunque no todos compartíamos la necesidad de que
la equiparación jurídica tuviera que llevarse a cabo bajo la común
denominación de "matrimonio". En cualquier caso, ninguno de nosotros
dudaba de que, en caso de conflicto, los derechos deben prevalecer
siempre sobre las controversias semánticas. Máxime si, como era el caso,
esos derechos no menoscaban el de las personas heterosexuales a
entablar relaciones de esta naturaleza.
Finalmente, los diputados del PNV, que gozábamos de libertad
de voto, optamos por priorizar los derechos sobre los debates
semánticos. Como en 1933, con ocasión del voto femenino, nos
posicionamos a favor de los derechos. Y hoy, afortunadamente, repasamos
los debates de 2005 con la misma estupefacción con la que leemos las
alegaciones que en 1933 se hacían en contra del voto femenino.
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