La igualdad ha caído de la agenda política en España y solo un 1,7% de españoles se define como feminista, a pesar de que la brecha salarial alcanza el 22%
En Estados Unidos, el debate se ha reabierto con voces como la de Sheryl Sandberg, directora ejecutiva de Facebook, que anima a que las mujeres eliminen sus propias barreras
Analizamos la situación de un movimiento que siempre ha escapado del discurso único
Un taxi pulcro, de los que
incluso invitan a recostar la cabeza en el asiento. Unas notas de
perfume francés, la cantinela de la emisora en un susurro y una rebeca
beis rematada por unas perlas al cuello asoman tras el asiento del
conductor. Aferrada al volante va una historia. Pero antes de indagarla
cabría preguntarse por qué aún resulta chocante que una mujer de 60 años
conduzca un taxi en un anochecer frío. Porque hoy, igual que logra ser
noticia que una mujer dirija una multinacional, una política se haga un lifting
o una madre decida alistarse en el ejército, también lo es que renuncie
a sus ambiciones profesionales y emule en versión contemporánea –con cupcakes de colores y entrenador personal– a las amas de casa de los años cincuenta instruidas en el virtuosismo doméstico.
Y mucho más si la primera mujer
en dirigir la Oficina de Planificación Política del Departamento de
Estado durante el primer mandato de Obama anuncia a los cuatro vientos
que lo deja porque las mujeres todavía no pueden tenerlo todo. Después
de dos años, Anne-Marie Slaughter llegó a la conclusión de que era
imposible hacer malabarismos con un alto cargo gubernamental y las
necesidades de sus dos hijos adolescentes. A su alrededor –como sucedió
cuando argumentó su dimisión en enero de 2011 en un artículo en The Atlantic publicado en junio de 2012–
sonaron los aplausos de quienes sostienen que el feminismo histórico
–el de la mujer oprimida por el patriarcado– pertenece a un mundo
sectario y obsoleto, que ya no es necesario porque logró sus principales
objetivos, que la emancipación de las mujeres no comportó su verdadera
libertad, que la liberación sexual fue importante, pero en absoluto la
solución… En el extremo opuesto, e influenciados por las teorías queer,
otros mantienen que la división entre hombres y mujeres es
reduccionista en un mundo donde se multiplican las posibilidades de
transformar el cuerpo y desvestir roles, incluso aplicándose
testosterona en gel, como hizo la filósofa Beatriz Preciado para escribir su Testo yonki en busca de “nuevas formas entre cuerpo, poder y placer que escapen a las estructuras normativas de género y sexualidad”.
A pesar de más de un siglo de historia, el feminismo sigue provocando hoy debates más encendidos que cualquier otro ismo
con referencias sociales y políticas, aunque tan solo un 1,7% de
españoles se defina como tal según el barómetro del CIS del mes de
abril. Amelia Valcárcel habla incluso de una “tercera ola” en su libro Feminismo en un mundo global.
“Seguimos siendo punta de lanza de un movimiento mundial e irreversible
por cuya agenda cruzan ahora buena parte de las tensiones
civilizatorias”. Entre la supervivencia y la paridad, la trata de
mujeres –muy lucrativa y menos penalizada que el tráfico de armas– y la
dirección de compañías e instituciones, la regresión en los derechos
tras las primaveras árabes y el fenómeno de las diosas del pop
mejor pagadas de la historia, la realidad oscila como un péndulo. Entre
las luciérnagas y las amebas. Entre la vistosidad de los swarovskis y la invisibilidad de un burka.
Ese es el bucle melancólico que sigue teorizando sobre el orgasmo
–vaginal o clitoriano–, el cerebro femenino –hemisferio izquierdo más
desarrollado–, el lenguaje –utilizamos las mismas palabras al día que
los hombres–, el sexo y la pobreza extrema: siete de cada diez parias
son mujeres.
El posfeminismo es más abierto, también más ambiguo, y admite muchas posibilidades de actuación, orillando la vieja ‘guerra de sexos”
La taxista se llama Adelina Fernández (su perfil es uno de los que acompañan este artículo),
y la licencia fue su salvoconducto para salir de un pozo de malos
tratos que hace 20 años se saldaban con una multa de 750 pesetas. Sobria
y eficaz, representa a la generación a la que tanto costó ser
ciudadanas de primera. Hasta que accedieron a la independencia a través
de un sueldo y una purga, expiando tradición y una vida subrogada.
Adelina conduce con determinación, como si trabajara en una profesión
segura; no existe percepción de riesgo para la superviviente de una
abyecta historia de violencia de género (que sigue sumando: miles de
mujeres asesinadas en el mundo civilizado, 21 en España en lo que va de
año al cierre de estas líneas). “Falta conciencia en las más jóvenes,
falta memoria”, repite, “rechazo a la palabra”. Porque es habitual que
una mujer que se define como feminista acompañe su declaración con un
“pero…”. Las hay que incluso se denominan a sí mismas “feministas
femeninas”, igual que a finales del siglo XIX. La máxima defensora del
sufragio femenino, Clara Campoamor, en su libro El voto femenino y yo, mi pecado mortal
(1936), proponía que en lugar de feminismo, que malévolamente se
identificaba como algo “extravagante, asexuado y grotesco”, se hablara
de humanismo: “Nadie llama hominismo al derecho del hombre a su completa realización”.
En el libro del Génesis, varón y
mujer parecían relacionarse en un plano de igualdad y representaban la
cumbre del proceso creador divino. Pero Eva mordió la manzana y sus
hijas asumieron la condición de tener menos de todo. Hasta que las
primeras sufragistas salieron a la calle con sus faldas largas y sus canotiers. Más de un siglo después, una mujer dirige Europa y otra el FMI.
Nunca había habido tanta paridad en los consejos de ministros –a pesar
de que el Gobierno de Rajoy la haya incumplido en España, 9/4–. Y aunque
el número de mujeres que presiden Gobiernos sea aún residual, políticas
como la brasileña Dilma Rousseff o la ex primera ministra islandesa Jóhanna Sigurdardóttir están definiendo un nuevo estilo de liderazgo femenino. Hace 20 años hubiera sido impensable que una mujer dirigiera The New York Times, pero tras 160 años de historia, el rotativo más prestigioso del mundo está comandado por Jill Abramson.
La igualdad, un derecho humano,
se considera un indicador de civilización y progreso. No obstante, la
llamada acción positiva (cuotas) para llegar a un equilibrio real
desagrada tanto a hombres como a muchas mujeres que insisten en
autorrepresentarse por su valía. Pero ¿por qué el 60% de las
profesionales –cifra que Susan Pinker refleja en su libro La paradoja sexual–
rechazan ascensos y optan por flexibilidad laboral? O ¿por qué atraen
trabajos distintos? Aunque también convendría preguntar por qué cobra
más un ingeniero naval que una enfermera de cuidados paliativos. Hoy ya
no parece reaccionario el hecho de reconocer las diferencias de género
desde la ciencia, antaño tan discutidas. “Baso mis teorías en 500
referencias científicas, no ideológicas”, sostiene la psicóloga y
columnista Susan Pinker, quien argumenta que las mujeres son en general
más sanas y longevas, tienen mayor tendencia a empatizar y a conectar,
saben escuchar, desarrollar una capacidad altruista… habilidades todas
que conforman un modelo femenino que debe celebrar la diferencia en
lugar de aspirar a lo masculino. Pero también asegura que son menos
competitivas y ambiciosas.
“La igualdad jurídica, legal,
es un hecho, una conquista irrenunciable del feminismo; no obstante, hoy
día el feminismo digamos histórico se ve desbordado por corrientes
teóricas que han impugnado las categorías de hombre y mujer
como formas esenciales del ser: las consideran construcciones del
individuo que incluso pueden contenerse mutuamente. El posfeminismo es
más abierto, también más ambiguo, y admite muchas posibilidades de
actuación, orillando la vieja guerra de sexos. Tal vez por ello
la mujer actual se siente más cómoda con el posfeminismo, porque
fácilmente puede identificarse con alguna de sus múltiples tendencias
sin que su actitud se identifique con el enfrentamiento (no deseado) al
varón”, declara la profesora Anna Caballé, autora de Historia del feminismo en España. La larga conquista de un derecho
(Cátedra). En su ensayo, Caballé recupera una larga memoria –entre
otras, Emilia Pardo Bazán, Federica Montseny, Maria Aurèlia Capmany,
Lidia Falcón, Celia Amorós, Carmen Alborch, etcétera– combatiendo el
lugar común de que el feminismo español ha sido parasitario, un mero
apéndice de los movimientos europeos y americanos desde finales del
siglo XIX.
En el último año, una prolífica producción editorial, bautizada como
WOW (Works of Women), con autoras como Hanna Rosin, Liza Mundy o Donna
Freitas, ha inundado las secciones de género de las librerías
norteamericanas y los gigantes online. Acción y reacción de
aquellas que cuestionan el feminismo desde los consejos de
administración, las universidades, los periódicos o series de televisión como Girls,
cuyas protagonistas hacen mofa de cualquier proclama de género: “Me
ofenden todas esas cosas que supuestamente debemos hacer. No me gustan
las mujeres que les dicen a otras lo que tienen que hacer, cómo hacerlo o
cuándo”. Voces que apuestan por una identidad múltiple y rechazan el
discurso que habla en nombre de todas.
En el último año, una prolífica producción editorial, bautizada como WOW, inunda las secciones de género de las librerías de EE UU
Como el colectivo Las Otras Feministas, con Empar Pineda al frente, que apuesta por dimitir de cualquier victimismo
y evitar la ortodoxia. Por un lado, el asunto de la igualdad se percibe
como un cansino asunto de mujeres, pero en cambio es capaz de
protagonizar encarnizados debates entre hombres. Desde los machos alfa
que aseguran que la mujer ha mandado siempre “y ahora más que nunca”
hasta quienes advierten que la RAE
es alérgica al término definido como “doctrina social favorable a la
mujer, a quien se concede capacidad y derechos antes reservados a los
hombres”.
El posfeminismo de los noventa decidió sustituir el girls por el ladies,
dispuesto a reparar lo que más le incomodaba: el conflicto permanente
con los hombres, el menosprecio al ansia de belleza y la beligerancia de
sus postulados. Ensimismado y también más plástico, deseoso de expresar
el derecho a la coquetería como un triunfo en lugar de una esclavitud,
estrenó un registro más gozoso y laxo. Más cool. Dispuesto a
defender el bienestar emocional, alentando su capital erótico,
liberándose de mohínes puritanos y a la vez defendiendo batallas
públicas sin plañideras ni estridencias. “Cuando las mujeres están
deprimidas, o comen o van de compras. Los hombres invaden otro país”,
bromeaba la periodista y presentadora Oprah Winfrey.
La alarma encendida por la
dimisión de Slaughter –considerada hasta entonces como un modelo de
éxito– al asumir que sus hijos la necesitaban a pesar de que su marido
era quien estaba a su cargo, puso en jaque las estructuras de la
pirámide porque encarnaba el peligroso símbolo de la vuelta a casa, una
de las bestias negras de la lucha feminista. En este caso se trataba
además de una mujer en absoluto sospechosa de conservadurismo o falta de
compromiso, era la mano derecha de la demócrata Hillary Clinton y una
de las mujeres más admiradas en el ámbito de la política exterior
estadounidense. Había que neutralizarlo, decir como la escritora Lori
Gottlieb que aquello era infantilista y elitista, “¿o es que hoy alguien
lo tiene todo?”. En ese contexto, ni más ni menos que la directora de Facebook, Sheryl Sandberg, ha enarbolado de nuevo el discurso de la superwoman escribiendo un “manifiesto” –así denomina a su libroVayamos adelante (Lean in), de Conecta Editorial–
con consignas como estas: “Haced como yo, no abandonéis, los verdaderos
enemigos de la mujer son los frenos que ella misma se pone. Hay que
adquirir de una vez por todas la seguridad en una misma; con ella, y con
apoyo en el hogar, podréis con todo”.
La cruzada de las mujeres por
conseguir la igualdad real trasciende a los estereotipos y pretende
forjar una imagen real y autorreferencial. Pervive con todo, en nuestros
días, una tendencia que establece una sexualidad masculina depredadora
y activa frente a una sexualidad femenina difusa y más bien pasiva,
apoyada en una concepción puritana del sexo que, entre otras cruzadas,
rechaza la prostitución desde una posición abolicionista contrapuesta a
la reguladora que aboga por el reconocimiento laboral y las garantías
sanitarias para las prostitutas a fin de terminar con la situación de
alegalidad.
Esta ala del feminismo más
tradicional rechaza también la manifestación pública del cuerpo de la
mujer sexualizado. Durante años arremetió contra todo lo que exaltara el
imaginario de la seducción y el placer, interpretado siempre desde el
punto de vista masculino: mujeres con tacones de aguja, labios pintados,
escotes prolongados, presentadas como objeto de deseo por editores o
publicistas. Para muchas mujeres, esa proyección pertenece al imaginario
propio de quien se viste y maquilla para ella misma, e incluso para
otras mujeres. La autorrepresentación de una mujer puede ser erotizante
para ella misma, sin escándalos, aunque contagiada por la mirada
masculina que durante años ha moldeado la expresión de la feminidad,
desde las curvas generosas y rotundas hasta el hipnótico atractivo de la
femme fatale, pasando por la voluptuosidad de las modelos de Victoria’s Secret. “Demasiado sexi para trabajar en el Citibank”, se leía en el New York Daily,
referido a una mujer que fue despedida porque “despertaba la libido de
sus jefes varones”, retratando unos valores remilgadamente hipócritas.
“Las feministas siempre han considerado que las mujeres se ven obligadas
por el hombre a ponerse guapas, y eso les parece aberrante. Pero la
coquetería y la seducción son universales, actúan como motor de la
reproducción, y el 80% de las mujeres que nacen tienen hijos. No sirve
de nada negarlo. La igualdad está muy bien, pero para conseguirla es
necesario saber que hombres y mujeres parten de lugares distintos, y que
mientras nosotros negamos esas diferencias, el capitalismo las exacerba
con toda tranquilidad”, razona Nancy Huston, autora de Reflejos en el ojo de un hombre.
“Los verdaderos enemigos de la mujer son los frenos que ella misma se pone”, afirma Sheryl Sandberg, directora de Facebook
“El feminismo ha fracasado”, se
escucha a menudo. Los más contundentes utilizan palabras propias de
trileros: “Estafa”, dicen. O trampa: el elevado precio que supone
escapar de unas cadenas para dejarse atrapar por una magnífica y variada
colección de ataduras. En un registro más pretencioso se alude a
“revolución fallida”, argumento nutrido por un desfile de cifras en
nuestro país que va desde la brecha salarial de un 22,55% de media al año
por un trabajo de igual valor (los hombres ganan 5.744 euros más),
según un informe de UGT del pasado mes de febrero que analiza los
últimos datos del INE de 2010, hasta los números en las compañías,
las mujeres representan un 37% de las plantillas de las empresas
cotizadas, pero solo el 22% de los mandos medios, el 11% de la alta
dirección y el 10,5% de los consejos. Además se produce un descenso en
la tasa de fecundidad: 1,36 hijos por mujer, entre los más bajos de
Europa, y el abandono de puestos de trabajo por quienes tienen un hijo.
La española media retrasa cada vez más la maternidad, hasta cumplir los
31 años; un 51% de las que trabajan no tienen hijos y el 85% renuncian a
tener un segundo por la dificultad de conciliar, según datos del INE.
Los más delicados denominan al
fenómeno la utopía feminista. El elevado precio de la libertad que han
tenido que pagar las mujeres, dicen. Y lo resumen de una forma precisa,
pero simple: el ama de casa se liberó de su claustrofóbico destino –de
la dependencia del marido y de su naturaleza reproductiva, del
sometimiento a la vida privada– para salir a la calle y empezar a
comerse el mundo de fuera sin haber digerido el de dentro. No hay dudas
en que si el feminismo no hubiera movido ficha, aún permanecerían los
corsés psicológicos (la inseguridad personal) y sociales (la
invisibilidad pública). Y, en un plano meramente objetivo, sus políticas
parecen imprescindibles cuando, en pleno siglo XXI, se pronostica que
para desterrar los roles de género hace falta como mínimo una generación
más: el 44% de las chicas, según un estudio de la Federación Mujeres
Progresistas, creen que para realizarse necesitan el amor de un hombre,
que los celos son una prueba de amor y que ellos son más atractivos si
son agresivos y valientes. En el otro lado del progreso sigue vigente la
lapidación o los 99 latigazos –como el caso Sakineh–.
Y no es una exageración que el feminicidio amenace la paz social en
Centroamérica, que los refugiados sirios vendan a sus hijas para
subsistir ni que la difusión de la ola de violaciones en India y
Pakistán destape la impunidad de estos crímenes.
En España, las mujeres suman
mayoría en las universidades –más del 60% de licenciadas–, leen más y
gozan de mayor esperanza de vida que los hombres, mientras que son
minoría en las cárceles. Por contra, aumentan las adicciones, las
muertes por enfermedades cardiovasculares, el estrés y el consumo de
antidepresivos. “Las mujeres han avanzado mucho, pero no son más
felices”, asegura otra feminista crítica como Camille Paglia. La
felicidad de las mujeres, el tejido más sensible del debate.
A pesar de que Hollywood muestre tímidamente que hay vida para ellas a
partir de los 50, o de que en Francia se haya suprimido por fin el mademoiselle
de los formularios públicos, un poso de insatisfacción persiste, como
si siempre, siempre, a las mujeres les faltara algo y no dependiera ni
del sistema, ni de los hombres, ni de las cuotas, sino de un afortunado
equilibrio entre la biología y la cultura, lo real y lo ideal, el sexo y
el género.
Las reflexiones de ocho mujeres de distintas edades, profesiones e inquietudes.
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