Sonia Núñez Puente
Profesora del
Máster en Comunicación, Cultura y Ciudadanía Digitales y coordina el
Seminario de Estudios de Identidad y Género de la Universidad Rey Juan
Carlos
Los cuerpos como lugares de poder e identidad no constituyen ni
persiguen una identidad, o una imagen, que sólo pueda entenderse como
única, sino, más bien al contrario, buscan la pluralidad de identidades e
imágenes. Esta afirmación que, por obvia, puede parecer trivial cobra
un nuevo significado cuando nos aproximamos a las prácticas activistas
de Femen.
Beatriz Gimeno, activista en favor de los derechos LGBT, nos dice que Femen no despierta simpatía dentro del feminismo y que fuera de él casi nadie las toma en serio.
La imposición de un modelo normativo de identidad y, por tanto, de una
serie de imágenes aceptadas del cuerpo femenino, puede tener mucho que
ver con la incomprensión del activismo que Femen ha venido desarrollando
de manera transnacional y transcultural.
La pregunta que las acciones de Femen plantean se refiere
esencialmente a si todavía existe la necesidad de definir una
alternativa política a un tipo de poder tan impreciso como totalizador.
El poder genera un modelo que se asienta en un imaginario corporal del
que se ha visto excluido el cuerpo político de la mujer. Quizá el poder
político de la imaginería del activismo de Femen resida en el modelo
político de lo monstruoso, entendido como aquello que no resulta
comprensible en el discurso dominante.
Si el cuerpo desnudo de la mujer es sometido a un proceso continuo en
el que el cuerpo se transforma en un objeto en casi todos los
discursos, cabe indagar acerca de cuál es la razón por la que el uso
político del cuerpo desnudo por parte de las activistas de Femen causa
rechazo o es considerado, en el mejor de los casos, inapropiado. Y ello
porque el cuerpo que se observa como un objeto dispuesto para ser
consumido en el discurso hegemónico, no tiene la capacidad, sin embargo,
de erigirse como sujeto político. Pensemos, por ejemplo, en la
imagen del cuerpo femenino semidesnudo en casi cualquier portada de casi
cualquier revista de gran consumo y comparémosla con la imagen
semidesnuda y desafiante de Inna Shevchenko, la líder del
movimiento Femen. Se trata de la misma imagen corporal con usos muy
diferentes. La monstruosidad del cuerpo desnudo de las activistas de
Femen responde a la imposibilidad de que el cuerpo femenino sexualizado
pueda ser un actor político en la esfera de lo público.
Si el cuerpo es la encarnación de una manera de hacer y de reproducir
situaciones históricas, el cuerpo desnudo de las activistas de Femen
resulta un intento de desestabilizar la construcción de una identidad
corporal unitaria y de buscar consecuentemente un espacio de aparición
para un tipo de cuerpos que parecen haber sido excluidos del espacio
público.
El espacio de aparición, es decir, quién y cómo pueden aparecer en el
espacio público para realizar demandas políticas, determina la
dimensión política del sujeto y está definido por la propia política de
género dependiente, a su vez, de una distinción entre la esfera pública y
la esfera privada. El cuerpo en la esfera pública es masculino y
racional. El cuerpo de la esfera privada es, en cambio, femenino y
prepolítico. Y ahí radica el extrañamiento que provoca Femen. A
nadie le gusta Femen porque la emancipación de la identidad impuesta que
el activismo corporal propone está fuera del espacio de lo público.
El cuerpo desnudo de la mujer no está en el espacio público y, lo que
es más, se encuentra privado de realidad. Nos topamos así con la imagen
fantasmática, esto es, ausente, del cuerpo político de la mujer. Y
pudiera ser que, para dotarlo de realidad, la política monstruosa de Femen sea oportuna.
Femen, aunque, o precisamente, porque no le gusta a nadie, contribuye a
construir políticamente el género no como lo que somos, sino como lo
que hacemos, más allá de cualquier fijación histórica, dotando al cuerpo
desnudo, a la sexualidad misma del cuerpo político, de una realidad tangible en el espacio público.
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